Ahora que empecé a hablar de la importancia fundamental que tiene el trabajar la tierra, hoy más que nunca, quiero hacer un homenaje muy especial.
En los veranos que pasamos en Huerta, mi mamá solía comprar la verdura que consumíamos, a una pareja de abuelos que vivían a pocas cuadras de nosotros, sobre la calle Cap. Mario Arruabarrena (para la gente de Huerta: a 100 metros aproximadamente del "Bar Huguito", Hostería en realidad)
Me atrapaba la presencia de esas "persona mayores"; me contagiaba el respeto que mi mamá sentía por ellos (yo podía sentirlo sin que ella me lo dijera). Me maravillaba ver a la abuela encorvada en la tierra, como saludándola en gratitud por los frutos que les prodigaba. Ambos trabajaban esta tierra fecunda; tenían las manos curtidas por la tierra y los años. Se los veía alegres, cargando todos esos años a cuestas, pero no cansados ni por las exigencias de la tierra ni por la edad. Hablaban despacio y casi murmurando, en un dialecto entre italiano y cordobés; el hombre caminaba sobre la tierra fresca con firmeza, siempre con una herramienta en las manos y una sonrisa en los labios. Se los notaba tan felices que les brillaban los ojos. Vivían en una casita humilde, con toda la majestuosidad de esa palabra, hoy tan devaluada.
Cuando me veo las manos llenas de arcilla, dando forma a una idea, me acuerdo de esas manos y me siento muy bien. De alguna manera, creo que es ese recuerdo que guardo en mi interior, lo que me llevó ahora finalmente a aprender a trabajar la tierra. Creo que ahora el círculo se cierra para mí.
Cuando volví a Huerta después de tantos años, me acordé de ellos y pensé en esa casita, cuando de pronto me dí cuenta que estaba parada frente a ella.
Obviamente ya no están los abuelos. La casa parece que no estuviera habitada; solo da cuenta de vida en ella, la ropa tendida en la soga. El pasto está verde y hermoso; invadió las terracitas que hicieron los abuelos para salvar el desnivel del suelo y poder sembrar. Hoy son manos jóvenes las que deambulan por esa casa porque hay juguetes diseminados por el terreno, pero la tierra ya no brinda sus frutos.
La tierra cómplice, encierra en sus entrañas el fruto del esfuerzo y trabajo de esas manos añosas. En definitiva, lo que la tierra guarda es el secreto de una vida buena.
Con su sola presencia formaron una parte de mi. Los llevo muy adentro, hoy mientras escribo esto puedo verlos saludándonos con ese cariño que tiene la gente con paz interior, los que son felices. Dicen que al final lo que cuenta de nuestra vida es si dejamos algo en el recuerdo de la gente o pasamos al olvido. Tal vez el mejor homenaje que les puedo hacer soy yo misma manteniéndolos vivos y siguiendo su ejemplo lo mejor que puedo.
jueves, 29 de octubre de 2009
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2 comentarios:
Hola Patricia:
¡que lindas cosas has escrito!
tanto en este como en el otro blog ,se puede apreciar tu sencibilidad y te juro que me emocioné al leer lo de tu planta de frambuesas.realmente se puede ver tu amor por la naturaleza y por este lugar ,aprópsito como va tu proyecto de ser una vecina de estos pagos?un beso y gracias por visitar mi blog.
Hola Patricia!:
¡Buena Historia!. Pero también es bueno que, como esas, continua habiendo manos que se disponen a la siembra, y la cosecha da buenos frutos.
Desede aquella huerta en terrazas, y descendiendo, hay vertientes, y entre ellas ...llantén!
un cariño
Mónica
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